Por Mate González
Jaime
Julio 2013
La aldea de Marco
solía ser una tierra muy fértil, bastaba con lanzar una semilla, dejar que la
lluvia hiciera su trabajo y así brotaba una planta que estiraba sus ramitas para saludar al sol. Las nuevas generaciones sabían de la fertilidad de
los campos porque en la plaza estaba una fuente con una escultura: un pájaro de
una sola pata lloraba y bajo de él se extendía una frondosa alfombra de matas. Sin embargo, el paisaje era desolador: la fuente no tenía agua, la
tierra era árida, olía a chamusquina y el calor era pegajoso.
Una mañana Marco se
sentó al borde la fuente y contempló la escultura. <Ese pájaro es extraño. Su llanto parece regar los campos>, pensó. El joven miró a su alrededor: el suelo era anaranjado y arenoso,
todos los habitantes de la aldea están cubiertos del polvo del camino, no hay
nada de verdor y todos parecen tristes. <El pájaro llora… jamás he visto a
alguien llorar>, reflexionaba. “¿Y para qué vamos a
desperdiciar las lágrimas? Cuando se fue la lluvia también se secaron nuestros
ojos”, le espetó una anciana que estaba sentada detrás de él.
Marcos volteó para
mirarla. Se extrañó que contestara sus
pensamientos. La anciana, se levantó apoyada en una muleta y se marchó.
Agobiado, el joven decidió ir a recorrer los campos, tal vez lejos pudiera
encontrar algo de brisa.
Caminó durante
horas dejando tras de sí la polvareda naranja del camino. Su pelo negro estaba
lleno de motitas de polvo, hasta sus cejas y pestañas estaban cubiertas de esa
pelusa fastidiosa. Agotado, se sentó en las faldas de un
tronco seco.
─Muchacho, ¿y qué
viniste a hacer tan lejos?─ lo interrogó una voz.
De repente,
apareció la anciana de la fuente. Ella resplandecía bajo
un mantón de tupidos hilos verdes. <¡Esta vieja
está enrollada en una cobija cuando hace tanto calor!>, pensó el chico. “Cuando uno es viejo necesita arroparse porque el frío
sale del alma”, contestó la anciana esbozando una sonrisa desdentada.
─A ver señora,
¿cómo hace usted para responder mis pensamientos? ─ y de un brinco Marco se
incorporó.
─Es que conozco tu
alma desde hace mucho tiempo.
De repente Marco
sintió que algo lo empujaba hacia el suelo, y tuvo la urgencia de sentarse
junto a la anciana. El joven aldeano comenzó a tener mucho frío y le ardían los
ojos, como si algo quisiera salir de sus cavidades oculares.
La anciana se quitó
el mantón de tupidos hilos verdes y cubrió con él a Marco. En cuanto sintió la
tibieza, el chico notó un olor a tierra
mojada, un aroma que nunca había percibido. Cuando volteó para agradecerle, la
anciana estaba como dormida y con un par de cristales diminutos saliendo de sus ojos cerrados.
Marco notó que ya
no respiraba. Conmocionado quiso agarrar uno de los cristales pero se cayó y se
rompió. Donde había caído, la tierra reverberó. Marco nunca había visto a
nadie morir y tuvo una extraña sensación: de sus ojos algo quería salir. Dos
lágrimas gordas salieron expelidas de sus lagrimales y cayeron en la raíz del
tronco seco del que brotó una pequeña hoja verde.
El
joven corrió de regreso a la aldea, lloró con todas sus fuerzas regando a su
paso todo el terreno. Al llegar a la fuente, cubrió al pájaro con el
mantón de la anciana y sus gotas saladas comenzaron a llenar la fuente.
Conmovidos, los aldeanos lo rodearon y de sus ojos también comenzaron a brotar
cristales que luego se hicieron chispitas. Cuando llenaron la fuente, el agua
de las lágrimas se desbordó y regó toda la tierra, que dejó su tono reseco por
un marrón vivo y pequeñitas plantas comenzaron a brotar.
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