Por David Santamarina
Por Julio 2013
Se trataba de una gran
casa en la que estaba confinado a pasar el resto de sus días pagando su
condena, tan grande que sólo dos hijos de hombre conocían la salida. Aquella
cárcel era completamente espeluznante, sus monótonos e infinitos pasillos
blancos se repetían como patrones de un confuso mandala. Aquellos muros
insípidos se habían convertido en lo que él más odiaba. Asterión nunca logró
tener amigos porque se los comía, también por eso estaba encerrado.
Artemio era un joven
ateniense que se perdía para encontrar su muerte. Sus temblorosos pasos le
dirigían a su fin. Debía elegir entre morir de hambre perdido en aquellos
pasillos o ser devorado por la despiadada bestia. Eligió la muerte más rápida.
El sudor corría por su cara y ardía en sus ojos. Después de una hora de
recorrer aquellos idénticos y blancos caminos se sentía mareado.
− ¡Oh gran Zeus! ¿Por
qué me ha tocado a mí este castigo? ¿Por qué has sometido a mi pueblo bajo el
dominio del rey de Creta? Te ruego oh padre de los dioses, Zeus misericordioso,
haz que mi muerte sea rápida y sin mucho dolor –suplicaba el joven susurrando
entre llantos.
Asterión oyó a lo lejos
un murmullo, lo cual le sorprendió de manera tal que se puso en pie en busca
del origen de aquellos sonidos. Era
primera vez en tantos meses que se sentía alguna presencia entre los corredores
de su gran mansión blanca.
El joven Artemio oía las
pisadas de los pies desnudos de la criatura que se paseaba entre los pasillos
en su búsqueda, y también las ruidosas inhalaciones y exhalaciones de su hocico
taurino que venían cada vez más cerca.
− ¿Quién visita la casa
de Asterión, hijo del toro?
No hubo respuesta. Sólo
se oía el casi inaudible sonido de un cuerpo temblando en el suelo poseído por
el miedo y su temblorosa respiración entrecortada.
−Puesto que aún no has
sido invitado, yo te invito a que conozcas mi casa. Sabrás que no tengo ni un
solo amigo y desearía conocerte. ¿Quién eres?, ¡déjame verte!
Entonces el joven divisó
aquella terrorífica cabeza de toro que parecía salida del mismísimo Hades
observándole fijamente con sus enrojecidos y desorbitados ojos. Quedó sin voz
por unos segundos, luego logró débilmente pronunciar algunas palabras.
−Mi nombre es Artemio,
hijo de Andrócles, mi señor –dijo con una expresión de pánico en su rostro y
cerrando los ojos con fuerza.
−Pues bien, hijo de
Andrócles, ¿quisieras tú ser mi amigo?
No hubo respuesta, todo
quedó en silencio.
Asterión nunca aprendió
que es de malos modales comer a los amigos.
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