Por Gaby Martin
Julio 2013
El
verdugo esperaba la señal del señor feudal para dejar caer la plataforma; el
condenado ─atado de manos y pies─ observaba a la multitud con ojos cansados.
Era joven, de unos veinte a treinta años, estaba desnudo, y tenía los ojos tan claros
que cegaban. No forcejaba con sus captores, ni gritaba improperios al aire;
segundos antes de su condena no rezó, no maldijo, tampoco se arrepintió.
-
La muerte es la
única justicia verdadera ─dijo un padre
a su hijo─ ¡Oh, la muerte! Monje, ladrón, o campesino, ¡el mismísimo Rey
incluso!, estamos condenados, ¡condenados! ─La mirada del anciano delataba su
regocijo─, nunca olvides hijo mío, todos los hombres tienen que morir ¡Una
autentica maravilla si me lo preguntan! ¿No lo crees así Pilip?
Un
escalofrió recorrió al joven.
─ ¡Detente! No hables de la muerte de ese modo,
debes temerle padre.
─
¿Temerle? Pero si le espero ansioso todas las noches.
La
señal fue dada, la plataforma desapareció y el joven de los ojos transparentes
cayó y se tensó. Pataleó y se retorció en el aire por unos minutos. Nadie se
fue. El pueblo entero observó la agonía del joven sin emitir sonido, incluso
los niños estaban callados. No había dicho palabra, pero su silencio se enterró
hondo entre los presentes.
El rostro se coloreó de morado y tenía la boca
abierta; no había cerrado los ojos en ningún momento. La muerte era casi
erótica, una experiencia humana llevada hasta el límite. La semilla del joven
se esparció en la tierra, fecundándola; el silencio era ensordecedor y nadie
escuchó los agudos chillidos del feto. Bajo tierra una mandrágora se formaba,
creada del vientre de Gea y la semilla del ahorcado.
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