Por Carlos Curé
Julio 2013
Recostado de nuevo en el diván, sentí
que la consulta de hoy sería diferente.
-
Doctor
no puedo siquiera decir buenos días cuando hay más de dos personas reunidas - le
dije con el pulso acelerado y las manos sudorosas y seguí hablando sin parar-. Es
un miedo, una asfixia que siento en el pecho y no hablo, esto me esta causando
problemas en el trabajo, con mis amigos, en mi casa, me he aislado de todos.
El doctor con la
serenidad de lo caracteriza me preguntó:
-¿Qué es lo peor que te
puede pasar si hablas en público?
No tenía una respuesta a la mano, sólo
guardé en silencio mi reflexión. Me quedé mirando fijamente la lámpara del
techo que tenuemente iluminaba el espacio y escuche al doctor que extrañamente hablaba más de lo
regular, contándome una historia que el cerebro nos protegía del dolor
ocultándonos experiencias. No se si fue la historia o la voz calmada del doctor
pero cerré los ojos y respiré profundamente.
Volvió la pregunta a mi mente: ¿Qué
es lo peor que puede pasar si hablo en público?
Mi padre con su uniforme verde oliva
impecablemente planchado me paró en medio de la sala y me preguntó si estaba lista
mi exposición para el día siguiente, con apenas siete años de edad y en una
escuela nueva ya tenía que haberme adaptado a los constantes cambios de
vivienda y de amigos.
No, la exposición de apenas tres
líneas no la tenía memorizada, esto bastó para que delante de mis hermanos me
parara desnudo en la sala y me hiciera repetir cien veces las piches tres
líneas.
En el primer asomo de lágrima que
asomaron mis ojos, vi como mi papá prensaba la mandíbula y gritaba la primera
amenaza, darme con la correa que ya tenía enrollada en el puño derecho.
No pude aguantar el llanto y brotaron
de mis ojos como dique lágrimas a más no poder, sentí inmediatamente un
candelazo en las piernas y vi como levantaba de nuevo mi padre el brazo para
darme el segundo correazo. Las burlas de mis hermanos no se hicieron esperar,
aunque en la exaltación de mi padre les profirió igualmente amenazas por su
conducta. Era así, era su carácter.
Al día siguiente fue la exposición, me equivoqué tres veces y mi maestra con su
suave sonrisa y su olor a dulce de leche me felicitó. Con todo el dolor y rabia
que me produjo mi padre me fui con los pensamientos más oscuros hacia quien
inútilmente y en su condición de poder maltrataba tempranamente mi humanidad.
Sabía que me estaría esperando para
preguntar el resultado obtenido en la escuela. Esta vez decidí irme por el
camino más largo queriéndole dar tiempo a la rabia.
En el primer cruce de una calle
solitaria escuché los gruñido gruesos y atronadores de unos perros; al
acercarme un poco más veo la inmensidad de un perro con tres cabezas y cola de
serpiente, con los ojos inyectados de sangre que al verme soltaron sendos
ladridos que hicieron remover mis tímpanos.
Me llevé las manos a los oídos y el
terror me paralizó, era una bestia salida del infierno capaz de devorarme de un
solo bocado. Cuando pude reaccionar regresé corriendo por el camino de siempre
y al llegar a mi casa estaba mi padre esperando.
- ¿Cómo te fue en la exposición?-
preguntó con sequedad.
– Bien- respondí jadeante todavía del
susto y le di un abrazo.
Mis hermanos al verme me dijeron:
-Disculpa por lo de ayer.
Yo un
poco extrañado sólo pude preguntarles: “¿Qué pasó ayer?”.
Cuando abrí los ojos de
nuevo la lámpara de techo seguía tenuemente iluminando el espacio y logré
escuchar al doctor diciendo:
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